Por Gisela Sarkissian/Especial para El Ciudadano
Hace un tiempo decidí que cada 24 de abril lo viviría con respeto, honrando la historia. Pero también me tomé la licencia de hacerlo con alegría, para conmemorar la historia de mi familia y celebrar la oportunidad de no olvidar nuestro legado: trascender a pesar del intento de exterminio. Porque, como dicen por ahí, no eres lo que tienes, sino lo que superas.
No hay una sola vez en la que no me pidan deletrear mi apellido.
Y es ahí cuando, con orgullo, comienzo: S-A-R-K-I-S-S-I-A-N, y es ahí también cuando aprovecho la oportunidad de seguir reconstruyendo identidad y refuerzo, “es un apellido armenio”, pero a esa afirmación suele dar paso a una segunda pregunta, “¿Y dónde queda?”, entonces resumo, porque la gente a mi alrededor empieza a impacientarse, “queda en mi corazón”.
Y no es casualidad. Armenia está en mi corazón porque Arminé, mi tía, me enseñó que todo se resume en el amor y el respeto: a la vida, a la espiritualidad (que no solo incluye la fe en Dios, sino también en la humanidad).
En esta fecha, la gratitud me acompaña al detenerme y hacer consciente (y también a con quienes interactúo y me rodean), que tuvimos la posibilidad de vivir una vida plena de sentido, una vida que para muchos armenios no pudo ser vivida, pero que la nuestra sí es posible gracias a la valentía (y cierta dosis de suerte) de aquellos que lograron sortear el horror que del gobierno de Turquía se había propuesto en 1915.
Crecí en una casa donde, para pedir la sal o saludarnos antes de ir a dormir, usábamos un idioma difícil de aprender.
Qué lástima no haberme detenido a incorporarlo más, por lo importante que es en nuestra cultura el idioma. Pero, lo que sí atesoro profundamente, es el sentido de hogar que me rodeó siempre. En la casa de mi tío Garo, las puertas estaban abiertas para todos, y su calidez convertía cada encuentro en un refugio. Y sus abrazos…, sus abrazos eran los mejores. Insuperables!
Los domingos «viajábamos» a nuestra Armenia, donde todo se expandía y se multiplicaba. Mi mamá, de origen italiano, comprometida y alegre, también fue adquiriendo los rituales que nos distinguen y nos enlazan al mismo tiempo.
Cargaba con orgullo el hummus (pasta de garbanzos con mucho limón) que había preparado (un don prestado de primera mano de quienes alguna vez habitaron Armenia).
Mi papá, Rubén, más tímido, escondía su sonrisa bajo sus bigotes, pero era quien en silencio nos abría las puertas para incorporar los valores más importantes, los que estarían a disposición en nuestra vida adulta. Nos “llevaba de viaje” al mejor lugar en el que podíamos estar: el Centro Armenio de Rosario, nuestra casa.
Frente del salón de Boulevard Oroño, la ansiedad nos inundaba. Solo queríamos cruzar al otro lado: el lado de la diversión. Muchas veces, a pesar de las advertencias de mis padres, saltábamos una pequeña y pintoresca reja verde y abríamos las puertas que nos llevaban al hall de ingreso, muy elegante (aunque, para mí, innecesario, porque agregaba un paso extra antes de empezar a disfrutar).
Mis papás solían quedar demorados en la entrada entre saludos y chistes. Por eso, la mejor opción era salir corriendo y definitivamente llegar a la diversión. Abríamos una segunda puerta doble y, ahora sí, estábamos donde queríamos estar: entre primos, familiares y amigos del corazón. En el Centro Armenio de Rosario.
El tiempo volaba entre juegos, risas y carreras interminables. No hacía falta demasiado para divertirnos, por horas entrábamos en otra dimensión.
No teníamos tablet, ni inflables, ni máquinas de humo, ni maquillaje artístico. Sólo nos teníamos unos a otros, y con eso bastaba. Por entonces, no éramos del todo conscientes de lo esencial: el hecho de estar vivos y en familia.
Quizás no podíamos dimensionar las dolorosas historias y recuerdos de aquellos que nos acompañaban, que habían dejado atrás su tierra y atravesaban, por entonces, un exilio silenciado.
Después de tantas horas de alegría, había un momento en el que el bullicio bajaba y la energía se apaciguaba. Era entonces cuando mi abuelo, “el Dede”, con su mirada serena, nos observaba en silencio, como si a través de sus ojos pudiera contemplar la trascendencia de esos encuentros, la manera en que, sin darnos cuenta, honrábamos sus orígenes y se perpetuaban los valores que los ayudo a no doblegarse.
Al finalizar la jornada, finalmente volvíamos a casa y es ahí cuando ansiosos, pedíamos la cena, con la esperanza de volver a comer algo que haya quedado del irresistible “mezze” (una entrada de pequeños platos)… y ahí estaba él, mi abuelo, con su sabiduría profunda y sencilla aunque no sin dolor, y nos invitaba a reflexionar; “ustedes no tienen hambre, lo que tienen es apetito”.
De niña le preguntaba a menudo a mi abuelo cuál era su historia, él sin perder la templanza esquivaba la pregunta, algunas veces yo insistía, su respuesta me dejaba un poco perdida, “lo importante es que estamos vivos, juntos y con fe”.
Ahora, a mis 42 años, adulta y madre de dos hijos, sí encuentro sentido a su respuesta. Lo hacía para protegerme de tanto dolor, ya que por ese entonces yo tenía la edad en la que él ya era huérfano y había atravesado situaciones que ningún niño debe experimentar.
La historia de mi abuelo es un testimonio de pérdidas de esas que no tienen sosiego, de profundo dolor y supervivencia, pero también de resiliencia, con la oportunidad de resignificar el pasado haciendo del presente la oportunidad de valorar lo simple, la oportunidad de volver a empezar.
Finalmente tuve la oportunidad de conocer en profundidad su historia, una historia narrada en primera persona y en su idioma, capturada en un papel por mi tía Arminé, lamentablemente esto lo pude hacer sin mi abuelo en vida.
Tuvimos que ir ordenando secuencialmente y a través de hitos el recorrido que lo hizo para sobrevivir y, sin dudas, una breve bitácora de viaje atravesada por espanto, que no pueden dejar más que profundas heridas.
Mi abuelo no tuvo infancia, no hubo oportunidad para ello y el mundo era demasiado grande, hostil e inseguro, estaba lejos de casa y acobijado por personas que atravesaban el mismo dolor.
Dejar el lugar de origen, Tigranakert, Antigua Armenia (1912 – 1921)
Mi abuelo nació en 1912 en Tigranakert, una ciudad que en aquel entonces formaba parte del Imperio Otomano, región de la antigua Armenia. No hay un registro en su infancia que no esté marcado por el espato. Es de allí que comienza un proceso de transformación, sobre adaptación, radicando su origen en una tragedia sin precedentes: el primer genocidio del siglo XX.
En 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, el gobierno otomano intensificó su política de persecución contra los armenios, desencadenando lo que hoy se conoce como el Genocidio Armenio. A partir de allí, miles de familias fueron deportadas, asesinadas o forzadas a huir.
El plan de los Jóvenes Turcos también llevaba por objetivo el extermino y una de las estrategias utilizadas para ello era la pérdida de identidad, por ello mi abuelo se ve obligado también a cambiar su apellido, dejando atrás Sarkis y adoptando involuntariamente Chilingrian (siendo su significado “hijo del cerrajero”).
El lugar donde había nacido mi abuelo también fue atravesado por este intento de borrar las referencias más significativas de la vida, el lugar donde uno nace. A raíz de ello pasó a ser llamado Diyarbekir.
Las alternativas y recursos para sobrevivir eran realmente muy pocas. Desde 1915, tras la pérdida de sus padres, mi abuelo, Antranik Sarkis, “el Dede”, queda al cuidado de su abuela materna Leguizabet, y la identidad empezaba a desvanecerse ya que mi abuelo no pudo recordar su apellido.
Finalmente su abuela fallece en 1919, por lo que con tan sólo siete años queda a cargo de su tío paterno Avedis. Pero esto fue por un tiempo muy breve, ya que en 1920 su tío parte a Musul (Irak), y nuevamente la tutoría de un niño vuelve a cambiar, continuando así a un rumbo incierto.
A partir de ese momento, fue su tía política, la esposa de Avedis llamada Oghuida, que lo comienza a acompañar. Con ellos también permanecía con vida su prima una pequeña beba de nombre Susana (hija de Avedis y Oghuida).
Un año después, en 1921, emprendieron la huída tomando la misma ruta que su tío Avedís, y se aventuran a cruzar la frontera en un acto desesperado; lo intentaron hacer a lomo mula.
Luego de un mes de viaje, al intentar cruzar la frontera en el Rió Tigris, son descubiertos por los turcos, quienes lo capturan manteniéndolos secuestrados y presos por 15 días. Entre cara y cruz (ser asesinados o vivir), les tocó emprender el viaje de regreso, que fortuna!! continuaban con vida.
El intento por abandonar su lugar de origen no dejaba alternativa, por ello toman nuevamente la decisión de volver a recorrer a paso de hombre y lomo de mula aproximadamente 350 kilómetros viajando de noche y escondiéndose de día.
Musul, Irak (1921 – 1923)
Así, dejaron atrás la ancestral Armenia, su hogar que estaba rodeada de montañas imponentes y custodiada por Jachkares, las cruces de piedra talladas con esmero, testigos de la fe y el paso del tiempo de un pueblo prácticamente exterminado.
La belleza del paisaje contrastaba con el dolor de la partida, pero también representaba la fortaleza de quienes, como mi abuelo, lograron seguir adelante sin olvidar sus raíces.
En Musul encontraron refugio que se extendió tan sólo por dos años. Para entonces la ciudad se encontraba bajo dominio británico desde el fin de la Primera Guerra Mundial, siendo un punto estratégico por sus reservas petroleras.
Entre los recuerdos de mi abuelo está el registro de haber realizado por entonces diversos oficios, mientras intentaba adaptarse a la nueva realidad junto a su tía y prima menor.
Por la proximidad geográfica, la comunidad armenia en la ciudad de Musul creció con la llegada de refugiados, aunque no sin dificultades. El contexto de la región era turbulento e incierto, de extrema tensión política y diversidad de grupos étnicos.
La inestabilidad política y las pocas oportunidades lo obligaron a seguir su camino. En 1923 partió hacia Halepo, Siria, donde su tía Oghiuida lo esperaba.
Aleppo, Siria (1923 – 1926)
Intentó restablecerse en Aleppo, Siria, lugar en el que pudo permanecer durante 3 años. Fue acogido por la hermana de Oghiuida, conocida como Jalé. Ella lo llevó a una escuela para que pudiera continuar sus estudios. Fue en esta época cuando adoptó un nuevo apellido, Garabedian, dejando atrás su apellido Chilingirian, el que había adoptado al dejar atrás su amada Armenia.
Nicosia, Chipre (1926 – 1932)
Para entonces, Nicosia, Chipre, que estaba bajo dominio británico desde 1878, era un punto de tránsito para muchos armenios que buscaban emigrar a Occidente. La isla se convirtió en un refugio temporal para cientos de sobrevivientes antes de partir hacia nuevos horizontes.
Durante su estadía en la isla, conservó el apellido Garabedian y tuvo la oportunidad de mejorar su educación y prepararse para un nuevo destino: Argentina.
Rosario, Argentina (1932 – 2002)
El 5 de noviembre En 1932, con 20 años, llegó a Argentina, en donde lo recibió nuestra ciudad, Rosario. Luego de cruzar el océano y al ingresar a nuestro país, tomó una importante decisión para comenzar a reconstruir su identidad y con ello honrar a su familia.
Ingresa como inmigrante llevando ahora sí con orgullo su auténtico apellido, Sarkissian.
Su llegada fue en una década en la cual Argentina se consolidaba como un destino clave para inmigrantes europeos y del Medio Oriente. La comunidad armenia, comenzó a afianzarse y a contribuir a la sociedad argentina en diversos ámbitos.
A partir de ese momento, comenzó una nueva etapa en su vida, una oportunidad en la que entre las opciones se encontraba dejar de huir. Esto marcaría el futuro de nuestra familia en tierras argentinas y valorizar su identidad y trascenderpor medio del hogar que nos pudo brindar, hogar que le fue arrebatado en Armenia junto a su familia.
En Rosario, se casa en 1936 con la “Mema”, mi abuela, también víctima del exilio. Comienzan a caminar juntos, gestar su propia armenia en la ciudad junto a otras familias con las que se compartían relatos desgarradores, pero eso no les impidió transmitir, generación tras generación, el respeto a la vida y las creencias.
Era habitual encontrarlo jugando al ajedrez o al backgammon, juegos que lo conectaban con Armenia incluso en la lejanía. Esos momentos, entre partidas y conversaciones entre sus pares, estoy segura que continuaban de algún modo transmitirnos, su forma de pensar y de entender la vida.
La “Mema” fallece en 1980 y mi abuelo vivió hasta 2002 en Rosario. Luego de él partieron mis tíos y mi padre, dejándonos todos ellos un gran tesoro colmado de valores, y un legado, el dar visibilidad y voz a las historias de la diáspora armenia, testimonios de supervivencia.
Hoy, como nieta de Antranik, y en contrapartida a lo exclamado por Hitler al avanzar con sus planes antisemitas “¿avancemos, quién se acuerda del genocidio armenio?”, respondo que aquí estamos, activamente visibilizando una injusticia, un atroz crimen que no puede encontrar clama sino es a través de su reconocimiento y de la transcendencia.
Seguiremos infinitamente buscando el reconocimiento de nuestras historias y nuestros dolores, portando los relatos de nuestros abuelos, luchando por el territorio que continua siendo invadido y disputado entre intereses ajenos al pueblo armenio.
Y es en mi propia historia que no puedo dejar el espacio a la reflexión y regalarle a la familia que formé (también con un nieto de inmigrantes de otros aberrantes hechos por el desprecio humano), fomentar el respeto a la diversidad y cobijo de las raíces.
Mi hijo lleva por nombre Garo y mi hija Ana (ambos de gran significado para los Armenios), para honrar lo que mi tía, con fe, me enseñó: “En vida, hermano, en vida”.